Bonneville. Capítulo 11: ¡Guau, guau!



No me gustan las armas. Menos cuando me apuntan a mí. Y menos cuando el que me apunta parece tan nervioso como lo estaba Víctor en ese momento. Pero me sobrepuse a la angustia y al pase de diapositivas de mi vida: yo abofeteado por Elenita en 5ª de EGB, yo expulsado de mi instituto, yo pateado por el novio de Elenita en una fiesta de la Universidad, yo haciendo malabares con tenedores en el Penélope’s… Esa selección de momentos que acabamos denominando vida.

Pero no era momento para sentimentalismos. Un idiota ante mí tenía una pistola y quería hablar.

- Pues adelante. Habla.

Curiosamente, no se esperaba eso. Tardo unos segundos en arrancar.

- Eh… Estoy hasta los huevos, y alguien va a acabar pagando el pato, ¿vale? ¿Qué le has dicho a Silvia esta mañana?
- Que tú le estás chantajeando. Y que mañana iré a contárselo a su padre. Y que a ti te van a joder vivo.
- ¡Qué hijo de puta!, pero ¡qué hijo de puta!
- Tu me preguntas y yo te contesto.

Víctor mantenía la pistola alta, con el brazo estirado. Y cada pocos segundos aflojaba la mano y la volvía a apretar en torno al arma. Como para asegurarse de que estaba allí. El mal que han hecho los raperos a todos los delincuentes de este mundo. La pistola hay que llevarla pegada al cuerpo, como en las películas de los años 40, así es más difícil que te la quiten. Aunque en este caso no importaba, habría preferido compartir jacuzzi con mi portera a intentar quitarle la pistola a Víctor.

- Eso es una puta mentira, y tú lo sabes
- No, no lo sé, si supiese la verdad contaría la verdad. Pero ni tú ni Silvia estáis muy por la labor.
- Sí que la sabes, cabrón de mierda, y el padre de Silvia también la sabe. Lleváis tiempo jodiéndonos.
- Yo de eso no sé nada.
- ¡Una mierda que no sabes!
- Escucha, ¿por qué no bajas la pistola y charlamos un rato?, me parece que los dos nos estamos perdiendo aquí parte de la historia.
- No, cabrón, no la bajo. Porque si vas al padre de Silvia a largarle esa mierda mandará a alguien a por mí. Eso es lo que he venido a decirte, si le dices eso a Lorenzo Madrigal, vas a acabar en un callejón con un tiro en la nuca.

Bueno, algo habíamos avanzado. Ya tenía una amenaza clara sobre la mesa.

- No. Eso no va a pasar. – Me levanté de la silla despacio – Siéntate ahí y echa un vistazo a un correo que tengo.
- No me la juegues, cabrón.
- No te la juego, sólo mira un mail.

Debió de sorprenderle mi tranquilidad, porque me hizo caso. Se sentó a mi mesa, y leyó en el ordenador el mail de Marta.

- “Mail recibido” – Leyó – ¿Y qué?
- Lee más abajo, eso es la confirmación de alguien de un correo que le he enviado. Abajo tienes el texto del mail.

Víctor releyó el texto una y otra vez. Mientras tanto, mascullaba. “Hijo de puta… qué hijo de puta”. El mail no era más que una descripción de la situación. Decía así:

“Dentro de unos minutos, Víctor Martín se presentará en mi oficina. Va armado con una pistola. Si desaparezco, o me pasa algo, llama a Ridruejo, de la Central.  Cuéntale de qué va el caso. Y dale el nombre de Víctor, la matrícula de la moto, la dirección, y también esta foto suya que te envío adjunta. Y dile a Ridruejo que siento que no nos hayamos comido esa paella que le debo. Los datos van todos en el adjunto”

Víctor dejó la pistola sobre la mesa. Apoyó la cara en la mano, pensando. Parecía que yo ya no estaba en el despacho. Pero sí que estaba. Cogí la pistola y la dejé sobre una estantería, al otro lado de la habitación.

- Víctor, así están las cosas. Si me haces algo a mí, no vas a durar dos minutos en la calle.

Me senté en la otra silla. Una sensación extraña; ahora parecía yo el cliente y Víctor el detective. Claro que Víctor había entrado con una pistola, y ahora estaba a punto de echarse a llorar. El mundo al revés en dos minutos. Me dieron ganas de revisar mi cuenta corriente, a ver si el efecto había llegado hasta allí.

- ¿Y ahora qué hago?... – Víctor finalmente, levantó la mirada.- Ahora… ahora yo qué coño hago, ¿eh? ¡¡¿Qué coño hago ahora?!! – Dio dos puñetazos a la mesa que casi volcaron mi bote de los bolis.

Me dio pena. Había que estar realmente desesperado para pensar que uno puede saler de un atolladero sólo con agitar una pistola delante de las narices de alguien.

- Ahora nos calmamos los dos un poco, ¿vale? Y si queremos llegar a algún lado, cuéntame de qué va todo esto.
- ¿Y eso qué arregla?
- A ver, yo no estoy en nómina de Lorenzo Madrigal. Por mí como si se unta en feromonas y se mete en la jaula del gorila del zoo. A mí me paga para averiguar quién le mandó unas fotos.  Cuando sepa eso y por qué, cobro y me quito de en medio.
- ¿Las fotos? – Me miró con incredulidad - ¿Todo esto por la mierda de las fotos? – Hizo una pausa, y estuvo a punto de echarse a reir – No me jodas, hombre…

Me sentí un poco idiota. Empezaba a tener claro que las fotos eran una parte mínima del asunto. Pero eso de “la puta mierda de las fotos” me dejó, lo reconozco, un poco descolocado. Si a estas alturas lo único que tenía en firme era el asunto de las fotos, es que seguía fuera de juego.

Convencí a Víctor de que contarme todo podía suponer un cierto seguro para él. Yo trabajo para quien me paga, pero no me gusta señalar a alguien con el dedo y que luego aparezca muerto, o entubado en una cama de hospital. Si pasa eso, se lo acabo contando a la policía. Una mezcla de ética y de no querer acabar en la cárcel. A cincuenta por ciento.  A veces la proporción se inclina hacia un lado o hacia otro, pero esa ya es otra historia.

Y funcionó. Víctor empezó a hablar. Me dio la impresión de que por fin alguien me estaba contando de verdad todo lo que sabía. Mientras él hablaba y yo ataba cabos por mi cuenta, empecé a sentirme un poco avergonzado. Recordé mis tardes desperdiciadas en el canódromo. Se abren las compuertas, sale una liebre falsa y todos los chuchos echan a correr tras ella.

Ahora que Víctor contaba su historia, estaba claro quién llevaba un par de semanas haciendo de galgo.

(Continuará)

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