No me gustan las armas. Menos cuando me apuntan a
mí. Y menos cuando el que me apunta parece tan nervioso como lo estaba Víctor
en ese momento. Pero me sobrepuse a la angustia y al pase de diapositivas de mi
vida: yo abofeteado por Elenita en 5ª de EGB, yo expulsado de mi instituto, yo
pateado por el novio de Elenita en una fiesta de la Universidad , yo
haciendo malabares con tenedores en el Penélope’s… Esa selección de momentos
que acabamos denominando vida.
Pero
no era momento para sentimentalismos. Un idiota ante mí tenía una pistola y
quería hablar.
-
Pues adelante. Habla.
Curiosamente,
no se esperaba eso. Tardo unos segundos en arrancar.
-
Eh… Estoy hasta los huevos, y alguien va a acabar pagando el pato, ¿vale? ¿Qué
le has dicho a Silvia esta mañana?
-
Que tú le estás chantajeando. Y que mañana iré a contárselo a su padre. Y que a
ti te van a joder vivo.
-
¡Qué hijo de puta!, pero ¡qué hijo de puta!
-
Tu me preguntas y yo te contesto.
Víctor
mantenía la pistola alta, con el brazo estirado. Y cada pocos segundos aflojaba
la mano y la volvía a apretar en torno al arma. Como para asegurarse de que
estaba allí. El mal que han hecho los raperos a todos los delincuentes de este
mundo. La pistola hay que llevarla pegada al cuerpo, como en las películas de
los años 40, así es más difícil que te la quiten. Aunque en este caso no
importaba, habría preferido compartir jacuzzi con mi portera a intentar
quitarle la pistola a Víctor.
-
Eso es una puta mentira, y tú lo sabes
-
No, no lo sé, si supiese la verdad contaría la verdad. Pero ni tú ni Silvia
estáis muy por la labor.
-
Sí que la sabes, cabrón de mierda, y el padre de Silvia también la sabe.
Lleváis tiempo jodiéndonos.
-
Yo de eso no sé nada.
-
¡Una mierda que no sabes!
-
Escucha, ¿por qué no bajas la pistola y charlamos un rato?, me parece que los
dos nos estamos perdiendo aquí parte de la historia.
-
No, cabrón, no la bajo. Porque si vas al padre de Silvia a largarle esa mierda
mandará a alguien a por mí. Eso es lo que he venido a decirte, si le dices eso
a Lorenzo Madrigal, vas a acabar en un callejón con un tiro en la nuca.
Bueno,
algo habíamos avanzado. Ya tenía una amenaza clara sobre la mesa.
-
No. Eso no va a pasar. – Me levanté de la silla despacio – Siéntate ahí y echa
un vistazo a un correo que tengo.
-
No me la juegues, cabrón.
-
No te la juego, sólo mira un mail.
Debió
de sorprenderle mi tranquilidad, porque me hizo caso. Se sentó a mi mesa, y
leyó en el ordenador el mail de Marta.
-
“Mail recibido” – Leyó – ¿Y qué?
-
Lee más abajo, eso es la confirmación de alguien de un correo que le he
enviado. Abajo tienes el texto del mail.
Víctor
releyó el texto una y otra vez. Mientras tanto, mascullaba. “Hijo de puta… qué
hijo de puta”. El mail no era más que una descripción de la situación. Decía
así:
“Dentro de unos minutos, Víctor
Martín se presentará en mi oficina. Va armado con una pistola. Si desaparezco,
o me pasa algo, llama a Ridruejo, de la Central. Cuéntale de qué va el caso.
Y dale el nombre de Víctor, la matrícula de la moto, la dirección, y también
esta foto suya que te envío adjunta. Y dile a Ridruejo que siento que no nos
hayamos comido esa paella que le debo. Los datos van todos en el adjunto”
Víctor
dejó la pistola sobre la mesa. Apoyó la cara en la mano, pensando. Parecía que
yo ya no estaba en el despacho. Pero sí que estaba. Cogí la pistola y la dejé
sobre una estantería, al otro lado de la habitación.
-
Víctor, así están las cosas. Si me haces algo a mí, no vas a durar dos minutos
en la calle.
Me
senté en la otra silla. Una sensación extraña; ahora parecía yo el cliente y
Víctor el detective. Claro que Víctor había entrado con una pistola, y ahora
estaba a punto de echarse a llorar. El mundo al revés en dos minutos. Me dieron
ganas de revisar mi cuenta corriente, a ver si el efecto había llegado hasta
allí.
-
¿Y ahora qué hago?... – Víctor finalmente, levantó la mirada.- Ahora… ahora yo
qué coño hago, ¿eh? ¡¡¿Qué coño hago ahora?!! – Dio dos puñetazos a la mesa que
casi volcaron mi bote de los bolis.
Me
dio pena. Había que estar realmente desesperado para pensar que uno puede saler
de un atolladero sólo con agitar una pistola delante de las narices de alguien.
-
Ahora nos calmamos los dos un poco, ¿vale? Y si queremos llegar a algún lado,
cuéntame de qué va todo esto.
-
¿Y eso qué arregla?
-
A ver, yo no estoy en nómina de Lorenzo Madrigal. Por mí como si se unta en
feromonas y se mete en la jaula del gorila del zoo. A mí me paga para averiguar
quién le mandó unas fotos. Cuando sepa
eso y por qué, cobro y me quito de en medio.
-
¿Las fotos? – Me miró con incredulidad - ¿Todo esto por la mierda de las fotos?
– Hizo una pausa, y estuvo a punto de echarse a reir – No me jodas, hombre…
Me
sentí un poco idiota. Empezaba a tener claro que las fotos eran una parte
mínima del asunto. Pero eso de “la puta mierda de las fotos” me dejó, lo
reconozco, un poco descolocado. Si a estas alturas lo único que tenía en firme
era el asunto de las fotos, es que seguía fuera de juego.
Convencí
a Víctor de que contarme todo podía suponer un cierto seguro para él. Yo
trabajo para quien me paga, pero no me gusta señalar a alguien con el dedo y
que luego aparezca muerto, o entubado en una cama de hospital. Si pasa eso, se
lo acabo contando a la policía. Una mezcla de ética y de no querer acabar en la
cárcel. A cincuenta por ciento. A veces
la proporción se inclina hacia un lado o hacia otro, pero esa ya es otra
historia.
Y
funcionó. Víctor empezó a hablar. Me dio la impresión de que por fin alguien me
estaba contando de verdad todo lo que sabía. Mientras él hablaba y yo ataba
cabos por mi cuenta, empecé a sentirme un poco avergonzado. Recordé mis tardes
desperdiciadas en el canódromo. Se abren las compuertas, sale una liebre falsa
y todos los chuchos echan a correr tras ella.
Ahora
que Víctor contaba su historia, estaba claro quién llevaba un par de semanas
haciendo de galgo.
(Continuará)
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