Las cosas no iban bien. Parecía como si alguien le
hubiese dado al botón de pausa. Ni una llamada de Madrigal, Mario parecía
inocente, y todavía no quería hablar con Silvia. En otras palabras, o nadie
estaba moviendo ficha o lo estaban haciendo en un tablero que yo ni había
visto.
Así
que contra mi costumbre e intenciones, tuve que hacer algo que siempre procuro
evitar. Hacer vigilancias. Lo más aburrido que existe en mi trabajo. Uno se
mete en esto para conocer a mujeres bellas y malvadas, cobrar en fajos de
billetes y recibir una paliza de vez en cuando. No para apostarse en un coche y
ver pasar la vida. Pero a veces hasta un talento como el mío tiene que
rebajarse.
Pregunté
a Lorenzo Madrigal la dirección de Silvia. La chica tenía un apartamento en el
centro, para estar más a su aire mientras hacía la carrera. Por lo que había
visto, en la vida de Silvia había aires como para resfriar a una tribu de
esquimales.
Lo
de las vigilancias se inventó antes de que a los ayuntamientos les diese por
plagar el suelo de líneas azules. El resultado es que ahora un día de
vigilancia sale más caro que una noche en el Penélope’s. Pero tenía que
recuperar el hilo del caso por alguna parte.
El
edificio tenía cuatro plantas más ático. Por supuesto, Silvia vivía en el
ático. Había dos pisos por planta en las cuatro inferiores, pero el ático era
único, así que imaginé que tenía un tamaño respetable. Desde abajo sólo se veía
una gran terraza, con algunas macetas, y se adivinaba una mesita de exterior.
Perfecta para desayunar después de haber compartido noche y cama con Silvia.
Las vigilancias me ponen romántico.
Las
horas pasaban despacio, desde mi coche. Había aparcado a las siete de la
mañana, para asegurarme, aunque estaba seguro de que no habría nada de
movimiento hasta unas horas más tarde. Si yo fuese rico tampoco madrugaría.
Tenía un ojo puesto en el portal y otro puesto en la puerta del garaje. Según
me había dicho su padre, Silvia tenía un Audi A3 rojo.
A
las 10 y media el portal se abrió, y una Silvia arreglada pero informal se
dignó a iluminar la calle con su presencia.
Vamos de paseo – me dije – ya era hora. Me sentó bien el aire de la
mañana. Pero fue lo único. Silvia sólo había salido a darle trabajo a la
tarjeta. Compras y más compras. Sandalias, un bolso, algo del súper. Mensajes
por el móvil cada cinco minutos. La rutina de una pija urbana, supongo. Me estaba
aburriendo tanto que incluso empezaban a quitárseme las ganas de poseerla en el
pasillo de los congelados.
Tras
un par de horas de intenso trabajo, y cargada con 4 bolsas, volvió a su bonito
ático. Y allí se quedó el resto del día. Por lo visto, hoy tampoco tocaba lo de
ir a la universidad. Comí de menú en un bar nauseabundo que estaba enfrente de
su casa. La ensalada tenía demasiado
aceite, el filete tenía demasiado aceite y hasta el flan tenía demasiado
aceite.
Por
supuesto, cuando volví al coche me quedé dormido. Me desperté un par de horas
más tarde, cuando un imbécil con un BMW tocó en mi ventanilla para preguntarme
si iba a salir. “Sí, a darte dos ostias”, pensé.
Luego
me arrepentí de haber pensado eso porque el imbécil me había hecho un favor. Un
par de minutos más tarde, Mario, el bello Mario, dobló la bocacalle y llamó al
portero automático.
Un
par de horas más tarde, el mismo bello Mario abandonaba la casa, supongo que
tras algo de revitalizante ejercicio. Nada nuevo, y más aburrimiento. Me
pregunté si Mario habría hablado con Silvia del tema de las fotos. Lo normal
sería haberlo hecho. Pero Mario parecía más listo. La jugada de ir a hablar con
Lorenzo Madrigal fue un tanto inesperada.
Igual estaba a la espera. Pero claro, eso no significaba dejar de
tirarse a Silvia. Yo tampoco lo habría hecho. Honesto, guapo y listo. Me empezó
a caer realmente mal.
Un
rato más tarde me reconcilié con Mario. O, más bien, un tío me reconcilió con
Mario. Uno que también tocó al timbre de Silvia y subió. Y que no saldría hasta
la mañana siguiente. Ah, qué duro es el
amor a veces. Y qué cansado, para algunas.
El
tío tendría la misma edad que Silvia. Pelo corto, vaqueros, un polo, un
chaquetón Belstaff de moto y un casco. Le hice una foto. Una vez subió dí una
vuelta a la manzana, en busca del corcel de este nuevo Romeo. Aparcada en la
acera, a la vuelta de la esquina, una bonita Triumph Bonneville. Pijo con
clase. Tomé nota de la matrícula. Volví al coche, a seguir con mi apasionante
jornada.
Marta
me llamó.
-
Hola, ¿qué haces?
-
Estoy sentado en mi coche
-
Tú sí que sabes divertirte. ¿Sabes algo nuevo?
-
No mucho. ¿Tú?
-
Jo, tío, qué lento eres. No, yo no sé nada, pero a ti te pagan por esto.
-
Yo también te pago, en helados, pero te pago. Y con mi codiciada compañía.
-
Puf, sí, no veas el palo que me va a pegar Hacienda el año que viene por eso.
-
¿Estás haciendo algo importante?
-
Me pintaba las uñas de los pies. De verde. Te estoy llamando mientras se secan.
-
Pues cuando se sequen, ¿por qué no me vienes a ver? Así me haces compañía un
rato
Le
dí la dirección y media hora después Marta abría la puerta de mi coche y se
sentaba en el asiento del copiloto. Se descalzó y me puso el pie encima.
-
Monísimas, ¿que no?...
-
Son… verdes. Muy… original
-
Eres un coñazo.
Le
enseñé la foto del nuevo amigo de Silvia, pero no tenía ni idea de quién era.
Daba igual, lo cierto es que llevaba todo el día solo y me apetecía tener
alguien con quien charlar.
-
¿Por qué me ayudas?
-
¿Eh?
-
Que por qué me ayudas
Se
encogió de hombros.
-
Me caes bien. Y es divertido. Aparte, tengo curiosidad.
Renuncié
a intentar de nuevo lo del refrán del gato. Pasaron unos minutos y, cuando ví
que el bar del menú estaba a punto de cerrar, me acerqué a por un par de
helados. El camarero me miró como si fuese un pervertido, lo cual demuestra que
a veces hay que fiarse de las primeras impresiones.
Cuando
volví al coche Marta se había quedado dormida. Había reclinado el asiento,y
tenía los pies descalzos colocados sobre el salpicadero. No quise despertarla,
aparté su helado y me tomé el mío.
No
le quedaba tan mal el verde, después de todo.
(Continuará)
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