Me habían descubierto. Y eso me daba rabia. Porque
había hecho un gran esfuerzo para pasar
inadvertido. Ni sombrero ni
gabardina. Y llevaba más de media hora sin abofetear a nadie.
Observé
atentamente a la chica. Parecía haberse vestido con cosas encontradas en un
cubo de basura, lo cual, dado que nos encontrábamos en la cafetería de Bellas
Artes, era perfectamente posible. Camiseta a rayas rojas y negras, botas de
militar de color verde con textos ilegibles escritos a tipp-ex y unos vaqueros
rotos por un par de sitios. Dos piercings a la vista, uno en la ceja y otro en
la nariz, aunque seguro que había alguno más por ahí oculto.
El
corte de pelo era la obra de un psicópata. La clase de corte que te hacen tus
amigotes mientras duermes, aunque ella lo llevaba con naturalidad. Estaba
cortado con maquinilla, al 3 o al 4, excepto un mechón largo que le caía sobre
la cara. A pesar de todo ello, no se
podía decir que fuese fea. O, dicho de otra manera, vestida y peinada como un
ser humano, habría podido pasar perfectamente por una mujer atractiva.
-
Vamos, vamos- dijo ella poniendo los codos sobre la mesa y arqueando una ceja - no pensarás que eres el único que está
al corriente.
-
Al corriente de…
-
Del asunto, claro está
-
Ah… del asunto. Ya. Y ¿tú qué sabes del asunto?
La
chica cogió uno de mis cigarrillos y se lo encendió, con aire confiado.
-
Bueno… lo que cualquiera sabe sobre el asunto es que… claro… que hay tema.
-
¿Te importaría decirme de qué estamos hablando?
Supongo
que quería contestarme, pero no pudo. Se puso a toser como una loca al dar la
primera calada al cigarrillo. Yo pensaba que se moría. Rebuscó en su mochila y
sacó un botellín de agua que liquidó en menos tiempo del que yo tardo en
tomarme un chupito e irme sin pagar. Y eso es muy poco.
Cuando
volvió de su viaje por el valle de las sombras de la asfixia, era otra. Yo
había permanecido impasible, no por la viril prestancia que me han dado los
años sino porque no tenía ni idea de qué hacer.
-
Joder, siempre me pasa lo mismo. Me dejo llevar, me dejo llevar… y se me olvida
hasta que no fumo. Me llamo Marta. ¿Crees que lo he hecho bien?
-
¿Perdona?...
-
Que si ha colado, el numerito de mujer super misteriosa.
-
Mmmno mucho – mentí.
-
Pues vaya. Es que mi profe de interpretación nos dice que aprovechemos
cualquier ocasión para meternos en otros personajes.
-
¿Eres actriz?
-
Nah, aficionada sólo. Me apunté a un curso porque convalidaban créditos de
libre elección. Mi profesor dice que tengo un talento natural, aunque creo que
se quiere acostar conmigo.
-
Puede que se quiera acostar contigo porque tienes un talento natural.
-
Nunca lo había visto de esa manera.
Puede que sí…
Se
quedó pensativa unos instantes, abstraída. Finalmente reaccionó y sacó de su
mochila mi billetera. Con mi dinero y mi licencia de detective dentro.
-
Por cierto, esto es tuyo. Te la dejaste en la barra al pagar.
-
La mujer super misteriosa. Anda que… Pues
deberías habérmela dado sin cotillear lo que había dentro – la reprendí.
-
Ya… pero es que soy muy curiosa.
-
Pues ten cuidado, ya sabes que a un gato… Bueno, que había un gato… y era
curioso… y entonces…
-
¿Que la curiosidad mató al gato?
-
Eso.
Soy fatal para los refranes. Lo malo es que
nunca me acuerdo de esta pequeña tara hasta que ya estoy dentro del embrollo,
con las neuronas intentando conectarse unas a otras para acabar la frase.
-
Por cierto – dijo ella – ¿por qué llevas una foto de Silvia Madrigal en bolas?
-
¡¿Pero qué te acabo de decir hace un momento?! ¿No sabes que… había un gato…?
Dicen
que había una vez un hombre. Y una
piedra. Y ese hombre tropezó, con la piedra. El caso es que después volvió a
pasar por el mismo sitio. Bueno, ya me entienden. Pues yo soy ese hombre y mi
vida es así todo el rato.
-
Ya, pues por lo que a mí respecta, si no me dices de qué va esto, tú podrías ser un maníaco homicida que quiere
matar a Silvia, y aunque ella me cae como una patada, creo que tengo la
obligación moral de avisarle.
-
Para el carro, bonita, para el carro. Lo que yo haga con esa foto en la cartera
son asuntos profesionales confidenciales y es secreto profesional, que es un
derecho inalienable de los curas, los médicos, de no sé quién más… y mío también.
¿O no has visto películas de esas en que un asesino le confiesa el crimen a un
cura, y el cura no puede decir nada, y se monta un lío de tres pares?, pues eso mismo.
Mi
impecable argumentación jurídica la dejó callada por unos instantes, lo cual
era de agradecer. Pero eso no solucionaba el tema. La chica era una bocazas. Y
yo no quería que Silvia Madrigal se
enterase aún de que yo estaba investigándola.
-
Haremos una cosa – dije, conciliador – Yo te cuento algo, tú me cuentas algo, y
si eres buena, te invito a un helado.
-
De vainilla con nueces de macadamia.
-
¿Y si resulta que sí soy un maníaco homicida?
-
Pues entonces me matas a mí también. Pero eso después del helado.
El
ambiente universitario empezaba a resultarme cargante. Le propuse tomar el
helado en otra parte y ella accedió gustosa. Por lo visto, lo de ir a clase era
opcional. Y casi todo el mundo se inclinaba por la opción “más bien no”.
Bajamos
al centro en busca de una heladería al gusto de mi acompañante. Mientras yo
conducía y, tras reírse un rato de mi viejo coche, de mi radiocasette y de la
música que llevaba en él, me contó lo que sabía de Silvia.
Eran
compañeras de clase. Lo cual significa que se veían de pascuas a ramos, por
incomparecencia de ambas. Pero Silvia era muy conocida en la Universidad. La
reina de los rumores de pasillo. Y de los despachos, si hacías caso a los
rumores. Se comentaba que se había acostado con el rector. Y con el bedel. Y
con un hijo secreto que tenían el rector y
el bedel.
Yo
tampoco entendí lo último. Pero lo
importante en mi trabajo es leer entre líneas , coger la idea general. Eso y
que no te maten. La labor investigadora está sobrevalorada. Si consigues coger
la idea general y no aparecer apuñalado en un callejón, la mitad del caso está
resuelto en un par de semanas. La otra mitad la resuelves a puñetazo limpio o
usando el chantaje. Bienvenidos a mi mundo.
Yo
le conté a Marta lo poco que sabía. Le pareció interesantísimo. De hecho,
mostró un entusiasmo que no hacía presagiar nada bueno. Si no llega a ser
porque se terminó las dos tarrinas de helado y yo dije que no pagaba una
tercera si no era a cambio de sexo, aun estaríamos allí hablando.
La
acerqué a su casa y me despedí. Se empeñó en quedarse con una tarjeta mía, por
si se enteraba de algo. Me quedé sin tarjetas de visita allá por el 96 y
siempre se me olvida encargar más, así que le apunté mi número en la palma de
la mano.
-
Eres un poco cutre a veces, ¿lo sabías?
-
Se llama elegancia desaliñada. Por cierto, si te enteras de algo y me quieres
llamar, vale, pero tú no vayas preguntando por ahí.
-
Tranquilo, hombre – Volvió a retomar el tono de super agente misteriosa – Sé lo
que tengo que hacer para que “esos truhanes” “canten de lo lindo”.
-
Eh… Marta…
-
¿Qué?
-
Tu profesor de interpretación…
-
¿Sí?
-
Te dice lo del talento sólo porque se te quiere follar. Tú mejor… no
investigues.
(Continuará)
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