A la mañana siguiente, Marta devoraba un helado
mientras le contaba la historia de las siglas y el albornoz. Impresionar a una
veinteañera mientras ésta se come un helado es un nuevo placer que he
encontrado. Uno no se hace viejo del todo mientras mantenga la ilusión por las
cosas.
-
Bueno, ¿y qué te dijo?
-
En realidad, nada.
-
¿Cómo que nada?
-
Nada útil. Las fotos las hizo él, eso sí. Pero dice que no las mandó. Y que no
sabe nada de un chantaje. Que alguien le ha tenido que que coger la cámara y
que lo ha hecho por su cuenta. Él sólo las tenía en la memoria de la cámara.
-
Pues vaya. Menuda bola.
-
No, en eso dice la verdad.
No
era del todo cierto, pero me gusta epatar a las jovencitas. Epatar y más cosas
si se puede, pero en este caso había que conformarse. Lo cierto era que, en el transcurso de mi
charla con Mario, hubo un momento en que me coloqué junto a la ventana, para no
presionarle. Cuando hablábamos sobre quién pudo haber mandado las fotos, reaccionó durante un segundo, como si hubiera
dado con la respuesta. Fue muy breve, sólo una mirada, pero bastó. Lo malo de
mirar por las ventanas de noche es que no se ve un carajo de lo que pasa fuera.
Lo bueno es que en el reflejo del cristal se ve todo lo que pasa a tus
espaldas.
Y
es lógico, unas fotos así no se van dejando por ahí a los amigotes. Bueno, yo
sí lo haría, si tuviese amigos a las que dejárselas. Pero en cualquier caso, no
con las fotos de la hija de un hombre como Lorenzo Madrigal.
Por
otro lado, algo fallaba. Habían pasado 3 días desde que me visitó el padre de
Silvia. Y un día más desde que a él le llegaron las fotos. Los chantajes suelen
ser rápidos. Si das tiempo a que el pardillo piense, le puede dar por hacer
cosas como llamar a la policía. Y todavía no había llegado ninguna carta,
ningún mensaje con el precio. O quien fuese que las mandaba se había
arrepentido, o sólo quería hacérselas llegar, sin pedir nada a cambio. Lo cual
es muy diferente de no conseguir nada a cambio.
Pensé
que el mensaje ya había llegado esa misma tarde, cuando me llamó Lorenzo
Madrigal. Pero no era así.
-
Ha venido a verme un tal Mario.
-
¿Cómo?
-
Mario Saavedra, ha venido a mi despacho.
-
¿Y qué quería?
-
Decirme que él no tenía nada que ver en esto, que sólo le había hecho unas
fotos a Silvia. Se ha disculpado por todas las molestias, por hacerle fotos,
por visitarme, y hasta por respirar demasiado fuerte.
Le
conté lo de mi charla con Mario. Parece ser que el chaval tiene dos dedos de
frente, y algo más de valor de lo que yo pensaba. Mejor no ponerse a mal con el
viejo, y dejar las cosas claras, debía de haber pensado. Dejar las cosas claras
es lo que menos le conviene a uno cuando ha hecho algo malo. Así que o Mario
era un chantajista lamentable o decía la verdad. La verdad y nada más que la
verdad. Pero claro, no toda la verdad.
Se
acercaba el momento de repartir las letras. Es algo que hay que hacer llegado a
cierto punto de un caso. Saber quienes son los buenos, y quienes son los malos.
En mi caso, uso la C
y la P. C de
cabrón, y P de pichón.
Así
que teníamos a Lorenzo Madrigal. Nadie así de rico e influyente es una blanca
paloma, pero, a los efectos del caso, le concedí una P de pichón. Y a otra para Mario, que
parecía habérsela ganado a pulso. A falta de que saltasen más jugadores nuevos
al campo, a Silvia le tocaba una C. Porque entre tres pichones no hay chantajes
ni fotos inapropiadas.
Desde
luego Silvia tenía acceso a las fotos que le había hecho Mario. Pero eso me
complicaba las cosas. Porque si lo había hecho Silvia, no era por dinero. Y eso
me molesta enormemente. Con la buena
gente, la gente sana y normal que comete delitos por dinero, uno sabe por dónde
tirar. Pero Dios me libre de los rencorosos o los idealistas. Nunca sabes por
dónde te va a salir esa gentuza. Crees que ya está todo explicado y alguien te
sacude con una pala en la cabeza cuando vas a entrar al coche. Luego te ata a
una silla y se lanza a contarte que su
mamá no le quería de niño. Una mierda.
Con gente así no se puede trabajar.
Mientras
saqueaba un cuenco de cacahuetes en la barra del Penélope’s elucubraba con los
motivos que podría tener Silvia para hacer algo así. Un numerito excesivo, si
era sólo para incordiar a sus padres. Para eso se han inventado los piercings,
el tunning y la comida vegetariana. Si no era por dinero, y no era por jorobar,
tenía que averiguar por qué. O eso, o me faltaba alguien nuevo, que entrase en
el juego, cogiese la C
de Silvia y se la cambiase por una P. De pija, de pendón, de pardilla, o de
cualquier otra cosa.
Sonó
el móvil.
-
Soy Marta. Dime una cosa, el papel, ¿de qué marca es?
-
¿Qué papel?
-
El de la foto, idiota.
-
Ah, sí, el papel, espera que recuerde, porque lo miré… – mentí mientras sacaba
la foto de la cartera – Es Kodak Star Digital. ¿Por qué?
-
Pues por si nos sirve para saber en qué tienda se revelaron. En la que me
revelan a mí las mías usan un AGFA.
-
Habrá miles de tiendas que usen un mismo papel.
-
Puede que sí, o puede que no. Preguntaré a mis compañeros a ver si les suena.
-
Bueno, no te vuelvas loca, creo que no sacaremos mucho de ahí.
-
Ya, perdón por ayudarte.
-
Vale, oye, perdona, te lo agradezco.
Maldita
sea. No, no era ninguna tontería lo del papel. No se me había ocurrido porque
soy un hombre, y si pones a Silvia en bolas por una cara, no miro la otra. No
se puede ser así. Hay que estar más centrado, más frío. No dejarse llevar por
las pasiones humanas. Ser un halcón nocturno, vigilante, acechante, ajeno a los
placeres de la carne.
-
¿Otra vez ese móvil, mi amol?
Lucinda
salió de detrás de una cortina. Colgué el teléfono sin despedirme de Marta, lo
apagué y lo dejé en la barra. Luego acompañé a Lucinda hasta el cuarto del fondo.
Los halcones nocturnos también tenemos derecho a un descanso, de vez en cuando.
(Continuará)
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