Bonneville. Capítulo 5: Un halcón acechante



A la mañana siguiente, Marta devoraba un helado mientras le contaba la historia de las siglas y el albornoz. Impresionar a una veinteañera mientras ésta se come un helado es un nuevo placer que he encontrado. Uno no se hace viejo del todo mientras mantenga la ilusión por las cosas.

- Bueno, ¿y qué te dijo?
- En realidad, nada.
- ¿Cómo que nada?
- Nada útil. Las fotos las hizo él, eso sí. Pero dice que no las mandó. Y que no sabe nada de un chantaje. Que alguien le ha tenido que que coger la cámara y que lo ha hecho por su cuenta. Él sólo las tenía en la memoria de la cámara.
- Pues vaya. Menuda bola.
- No, en eso dice la verdad.

No era del todo cierto, pero me gusta epatar a las jovencitas. Epatar y más cosas si se puede, pero en este caso había que conformarse.  Lo cierto era que, en el transcurso de mi charla con Mario, hubo un momento en que me coloqué junto a la ventana, para no presionarle. Cuando hablábamos sobre quién pudo haber mandado las fotos,  reaccionó durante un segundo, como si hubiera dado con la respuesta. Fue muy breve, sólo una mirada, pero bastó. Lo malo de mirar por las ventanas de noche es que no se ve un carajo de lo que pasa fuera. Lo bueno es que en el reflejo del cristal se ve todo lo que pasa a tus espaldas.

Y es lógico, unas fotos así no se van dejando por ahí a los amigotes. Bueno, yo sí lo haría, si tuviese amigos a las que dejárselas. Pero en cualquier caso, no con las fotos de la hija de un hombre como Lorenzo Madrigal.

Por otro lado, algo fallaba. Habían pasado 3 días desde que me visitó el padre de Silvia. Y un día más desde que a él le llegaron las fotos. Los chantajes suelen ser rápidos. Si das tiempo a que el pardillo piense, le puede dar por hacer cosas como llamar a la policía. Y todavía no había llegado ninguna carta, ningún mensaje con el precio. O quien fuese que las mandaba se había arrepentido, o sólo quería hacérselas llegar, sin pedir nada a cambio. Lo cual es muy diferente de no conseguir nada a cambio.

Pensé que el mensaje ya había llegado esa misma tarde, cuando me llamó Lorenzo Madrigal. Pero no era así.

- Ha venido a verme un tal Mario.
- ¿Cómo?
- Mario Saavedra, ha venido a mi despacho.
- ¿Y qué quería?
- Decirme que él no tenía nada que ver en esto, que sólo le había hecho unas fotos a Silvia. Se ha disculpado por todas las molestias, por hacerle fotos, por visitarme, y hasta por respirar demasiado fuerte.

Le conté lo de mi charla con Mario. Parece ser que el chaval tiene dos dedos de frente, y algo más de valor de lo que yo pensaba. Mejor no ponerse a mal con el viejo, y dejar las cosas claras, debía de haber pensado. Dejar las cosas claras es lo que menos le conviene a uno cuando ha hecho algo malo. Así que o Mario era un chantajista lamentable o decía la verdad. La verdad y nada más que la verdad. Pero claro, no toda la verdad.

Se acercaba el momento de repartir las letras. Es algo que hay que hacer llegado a cierto punto de un caso. Saber quienes son los buenos, y quienes son los malos. En mi caso, uso la C y la P. C de cabrón, y P de pichón.

Así que teníamos a Lorenzo Madrigal. Nadie así de rico e influyente es una blanca paloma, pero, a los efectos del caso, le concedí  una P de pichón. Y a otra para Mario, que parecía habérsela ganado a pulso. A falta de que saltasen más jugadores nuevos al campo, a Silvia le tocaba una C. Porque entre tres pichones no hay chantajes ni fotos inapropiadas.

Desde luego Silvia tenía acceso a las fotos que le había hecho Mario. Pero eso me complicaba las cosas. Porque si lo había hecho Silvia, no era por dinero. Y eso me molesta enormemente.  Con la buena gente, la gente sana y normal que comete delitos por dinero, uno sabe por dónde tirar. Pero Dios me libre de los rencorosos o los idealistas. Nunca sabes por dónde te va a salir esa gentuza. Crees que ya está todo explicado y alguien te sacude con una pala en la cabeza cuando vas a entrar al coche. Luego te ata a una silla y  se lanza a contarte que su mamá no le quería de niño. Una mierda.  Con gente así no se puede trabajar.

Mientras saqueaba un cuenco de cacahuetes en la barra del Penélope’s elucubraba con los motivos que podría tener Silvia para hacer algo así. Un numerito excesivo, si era sólo para incordiar a sus padres. Para eso se han inventado los piercings, el tunning y la comida vegetariana. Si no era por dinero, y no era por jorobar, tenía que averiguar por qué. O eso, o me faltaba alguien nuevo, que entrase en el juego, cogiese la C de Silvia y se la cambiase por una P. De pija, de pendón, de pardilla, o de cualquier otra cosa.

Sonó el móvil.

- Soy Marta. Dime una cosa, el papel, ¿de qué marca es?
- ¿Qué papel?
- El de la foto, idiota.
- Ah, sí, el papel, espera que recuerde, porque lo miré… – mentí mientras sacaba la foto de la cartera – Es Kodak Star Digital. ¿Por qué?
- Pues por si nos sirve para saber en qué tienda se revelaron. En la que me revelan a mí las mías usan un AGFA.
- Habrá miles de tiendas que usen un mismo papel.
- Puede que sí, o puede que no. Preguntaré a mis compañeros a ver si les suena.
- Bueno, no te vuelvas loca, creo que no sacaremos mucho de ahí.
- Ya, perdón por ayudarte.
- Vale, oye, perdona, te lo agradezco.

Maldita sea. No, no era ninguna tontería lo del papel. No se me había ocurrido porque soy un hombre, y si pones a Silvia en bolas por una cara, no miro la otra. No se puede ser así. Hay que estar más centrado, más frío. No dejarse llevar por las pasiones humanas. Ser un halcón nocturno, vigilante, acechante, ajeno a los placeres de la carne.

- ¿Otra vez ese móvil, mi amol?

Lucinda salió de detrás de una cortina. Colgué el teléfono sin despedirme de Marta, lo apagué y lo dejé en la barra. Luego acompañé a Lucinda hasta el cuarto del fondo. Los halcones nocturnos también tenemos derecho a un descanso, de vez en cuando.

(Continuará)

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